En este mundo nuestro, todos vivimos en estado de alerta. En un pasado no demasiado lejano, las alarmas eran alarmas de la naturaleza: inundaciones, temblores de tierra, vientos huracanados, lluvias torrenciales, aunque no hay que olvidar que a veces venían acompañadas por desvarios humanos. Ahora son estos los que provocan las peores alarmas. Sin ir más lejos, la tan mentada globalización es en última instancia un gran basurero del poder.
Nos alarman las invasiones y su obligatoria colección de cadaveres, nos asusta la presencia de algún dios en las guerras. De a poco nos vamos enfermando de alertas, y el sosiego natal va quedando allá lejos, mezclado con el barro de la inocencia.
La alarma se ha convertido en un estilo de vida, y a veces en una antesala de la muerte.
Nos alarmamos al distinguir el rostro impávido de los dictadores, para quienes las únicas alarmas son las revoluciones. O sea que si queremos asustarlos, aunque sea un poquito, debemos construir nuestras modestas alarmitas revolucionarias, para que al menos se miren al espejo y se den asco.
Mario Benedetti.
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